lunes, 1 de noviembre de 2010

BIEN ACOMPAÑADO

Este lunes, que en España amanece tranquilo, por ser festivo no laborable, es el día final de mi aventura ibérica. Mañana tomaré el avión que me devolverá a mi país, al seno de mis afectos, de retorno a mi habitualidad, a mi rutina, a mis querencias.
Al volver, llevo conmigo una mezcla de sentimientos. Venir a esta España cautivadora, a esta tierra feliz que enamora al visitante con su embrujo  especial, me ha proporcionado una estancia feliz al lado de familiares con los que no compartía desde hace muchos años, pero que tienen especial significación en mi vida. Forman parte de mis afectos mas cercanos y además me atan a ellos, más que los lazos de sangre, los nudos fuertes de un amor estrecho. Eso me ha hecho sentir en carne propia, al igual que en su momento lo expresara Andrés Eloy Blanco, mi poeta favorito, que mi corazón hoy es un péndulo entre Venezuela y España.
Me llena de alegría volver al seno de mi familia, al amor de la que ha sido mi compañera de vida, a los brazos rebosantes de cariño de mis hijos, a mi cotidianidad, al verde diferente de mi tierra monaguense, al cálido abrazo de la tierra donde nací y donde durante toda mi vida he hecho siembra, sentado bases, construido vida. Regreso feliz, por haberme sido dada por Dios la enorme satisfacción de poder visitar a todos mis familiares, que hoy hacen esa misma siembra en esta tierra española que de tan grata forma ha impresionado mis sentidos y mi espíritu durante treinta días de permanencia feliz.
Pero una cierta tristeza marca el momento de volver, porque ello significa reabrir la distancia oceánica con personas que significan tanto y que durante mi estancia me han proporcionado no solo cobijo y estancia, sino cariño, compañía y atenciones que me han mantenido rodeado de un verdadero “muro de cariño”. Por eso dejo parte de mi corazón repartido en la geografía española: un pedacito en Valencia, en la casa de Luis y María, la que convirtieron en mi hogar durante mi permanencia y donde se desvivieron por mi, llenándome de atenciones amorosas junto a mis primas Juana y Tamara; dejo otro pedacito en Málaga, la ciudad de la luz especial, donde aprendí que Picasso no podía sino ser malagueño, al lado de Melissa y Vertucho, que también me rodearon de cariño y de afecto; otro pedazo queda en Madrid, al lado de Guillermo y Sandra y de la pequeña Sofía, que tomaba uno de mis dedos en su manita para caminar conmigo por las calles y parques madrileñas, haciéndome recordar lo hermoso de esa sensación desplazada por el crecimiento de mis hijos; dejo otro pedacito en el hogar de Luisma y Bea, que me abrieron puertas no solo de su casa, sino de sus corazones. Y eso de dejar el corazón repartido, es la mejor excusa que he encontrado para volver pronto, porque siguiendo el ejemplo de Hansel y Gretel, no he hecho más que marcar, con miguitas de mi corazón, el camino de vuelta.

Y cuando retome, en un futuro, ese camino sembrado de miguitas de mi corazón, no dudaré en volver a tocar la puerta de Darío José y Patricia, ni la de Daniel y Mayerling, esas personas que esperaron mi visita con verdadero cariño, para salir conmigo a mostrarme la belleza del Madrid que los acoge y al que están aprendiendo a amar con entusiasmo. Ellos me han reafirmado el valor de la amistad, que como joya inapreciable siempre mantiene su alta cotización en la bolsa de valores de nuestra existencia. No pocas de las migas, marcarán el retorno a sus hogares para compartir de nuevo momentos difíciles de olvidar.



Me queda, como importante pendiente cuando desande el camino de migajas, la visita a José Ramiro, el amigo apreciado desde aquellos años en que compartíamos en los pasillos universitarios, los momentos felices de la juventud soñadora. Con el he adquirido el compromiso ineludible de caminar juntos los caminos de su Galicia y la visita infaltable a Santiago de Compostela. Como quiera que Dios premia la amistad sincera y la protege siempre, no me cabe duda de que me será dada la oportunidad de hacer efectiva esa visita.
En tierra venezolana concluiré mi crónica de este viaje feliz a la tierra hispánica de nuestros orígenes. Hoy, después de haberla recorrido, disfrutado y sentido, si alguien me preguntara mi impresión acerca de España, le diría que me llevo a Venezuela las más gratas sensaciones. Sin dejar de dar importancia a la crisis que la afecta, me atrevo a afirmar que la sociedad española se encuentra suficientemente preparada para enfrentarla y tengo la convicción íntima de que más temprano que tarde la superará y continuará adelante en su decisión inexorable de continuar construyendo una sociedad más justa, más moderna, más igualitaria y que mantendrá el lugar que ha conquistado entre los países más avanzados del globo terráqueo.
Como visitante educado, me resisto a formular juicios de valor acerca de esta tierra y de su gente, que tan bien me han atendido y respecto de los cuales no tengo, sinceramente, más que elogios y agradecimiento. Lo más lejos que me permito llegar, es a decir que si hoy alguien me pidiera que definiera a España en solo tres palabras, respondería que, para mi, esta tierra hispánica se define con estas tres: disciplina, firmeza y resolución.

Me llevo la convicción de que el carácter de la sociedad española es de acero, lo que me parece totalmente natural cuando me detengo a pensar que ha sido forjado y templado por una historia llena de sufrimiento, vicisitudes, invasiones, tiranías, tragedias y todo tipo de circunstancias difíciles a las que nunca evadieron enfrentar y en las cuales, no en pocas oportunidades, debieron pagar el más alto precio. En un mundo que recuerda con admiración la valentía de un grupo de judíos, que en la meseta de Masada pagaron con moneda de propia sangre el precio de la libertad, tal vez sea conveniente recordar, como precedente, que muchas décadas antes, en la Numancia cercada por el invasor romano, el carácter español reveló, con igual dramatismo, su resolución definitiva de conservar la libertad o perder la vida.
Cuando un grupo humano es protagonista de una historia como la de España, todas sus virtudes son supremamente puestas a prueba y eso conduce, de manera lógica a una particular forma de cultura, un apego especial por lo propio, una pasión por la conservación de todo lo que estuvo en riesgo. Hoy, que este viaje por España me ha dado la oportunidad de recorrer su tierra, de pisar sus sitios históricos, de caminar por las calles centenarias de sus ciudades más importantes, de interactuar con sus habitantes, veo las cosas con una perspectiva convencida: con esas particularidades de la historia española, habiéndolas observado y comprendiéndolas hoy mejor, concibo los nacionalismos que son tan caros y preciosos para los distintos sectores de la sociedad española y que son tan difíciles de entender para nosotros los latinoamericanos, ajenos como somos a su proceso de forja y templado, como el  reflejo de un particular modo de amar a su tierra más inmediata. Quizás por esta conclusión, tengo también la visión optimista de que los españoles se encaminarán, de esa manera firme, valiente y decidida que los caracteriza, hacia el fortalecimiento de una sociedad comprensiva de esa realidad y que seguirán construyendo una España mejor, más unida y más fuerte, con total respeto por las particularidades de sus componentes.
En este viaje, aunque no traje compañía, no vine solo. Conmigo vinieron a España mis amores más profundos: el espíritu infaltable de mi madre me acompañó en cada momento y en cada paso que di en La Alhambra, ese sitio al que siempre se refirió con especial cariño, al que siempre deseó volver y que impresionó gratamente las fibras sensibles de su corazón. Las muchas horas que pasé recorriendo sus calles empedradas, sus jardines, sus sitios más reconocidos, significaron para mí un doble disfrute: el gozar de su belleza inmensa y de la especial comunión alcanzada en ese momento con mi mamá, Eugenia, Meñita, eterna.

Aún cuando no estuvo físicamente conmigo, también este viaje lo he hecho tomado de la mano de mi padre, a quien cada vez amo y admiro más profundamente y cuyo corazón fue también, en su momento, tocado por esta España que embruja, cautiva y enamora a cualquier espíritu sensible que la visita.

En todo momento percibí a mi lado la sombra protectora de mi hermano mayor, cuyo cariño no solo hizo posible esta aventura hispánica, sino que me demostró, una vez más, que no hay magia más poderosa que la del amor. Y vino conmigo, caminando a mi lado y pendiente de proteger mis pasos, como siempre serio, circunspecto y silencioso, mi hermano menor. Y junto a ellos, el cariño de cuñadas y sobrinos que ocupan un lugar especial en ese órgano pequeño, pero de inmensa capacidad, que es el corazón.
En mis caminares y andares, estuvo siempre a mi lado la presencia viva de mi compañera de vida, de mi principal socia en el negocio de felicidad que desarrollamos desde hace casi 20 años y que ha rendido ganancias y capital extraordinario en el fruto de cuatro hijos que son mi mejor utilidad, mi esposa, la mujer increíble que siempre está a mi lado, empequeñeciéndome con la grandeza de su amor inalterable.
Este tránsito ibérico que deja huella no pequeña en mi corazón y en mi espíritu, lo he hecho con mis hijos como compañeros constantes. Sus risas infantiles, el apresurado andar de sus pequeños pies, que ya hoy han dado paso al vigor de característico de la juventud, han andado conmigo por las calles de Madrid, El Puig, Valencia, Requena, Sagunto, Jaen y Málaga. Recorriendo la costa del sol, casi llegue a sentir el tacto de sus pequeña manos que tomaban la mía y me animaban a conocer sus pueblos, a aprender de su gente, a hacerme mejor con sus conocimientos y con su ejemplo, a adquirir de ellos lo mejor para mi, para tener luego mejor manera de transmitírselos a ellos.
Conmigo caminaron por España Demetrio y Rosa, Guillermo y Juana, los abuelos mágicos que plenaron mi infancia con su amor ilimitado, contribuyeron a abrir mi espíritu a la belleza de la vida y prepararon mi corazón para el amor, ese mismo corazón que hoy los extraña con anhelo y nostalgia. Y estuvo también a mi lado, en este recorrido ibérico que no hizo sino acentuar su recuerdo grato, mi querido Angelón, a quien en no pocas oportunidades casi pude oír recitándome alguno de esos poemas clásicos de la literatura española que tan bien conocía de memoria o entonando una de esas canciones de antaño, o explicándome un detalle histórico extraído de su enciclopédica memoria. Y en presencia viva se tornó el espíritu de Rubén, que pisó conmigo calles españolas, escuchó conmigo el tocar de las guitarras, observó conmigo la riqueza histórica de sus construcciones, se admiró conmigo de la magnitud de sus catedrales y que en algún momento, en cualquier momento, irá conmigo a hacer realidad aquellos planes comunes de visitar Estambul, para observar tranquilos, regocijados y unidos en la estrecha amistad que mantenemos, un hermoso atardecer en el Bósforo.
Y también tomaron el avión junto a mí para venir a tierra española en bandada protectora, los amigos especiales, los que me han acompañado siempre a lo largo de mi vida, los que jugaron juegos de niñez en pasillos de escuelas y liceos o recorrieron conmigo las calles de mi ciudad, haciendo travesuras armados de gomeras incapaces de dañar pájaros. Amigos que hoy me hacen el honor de apadrinar a mis hijos o de permitirme apadrinar a los suyos. Amigos que abren las puertas de sus casas para compartir conmigo cumpleaños, nacimientos, matrimonios, graduaciones. Amigos que hicieron, hacen y harán de la vida un espacio especial y una dimensión de felicidad.
Gracias Dios y Señor mío, Supremo Arquitecto de todo lo bueno, por permitirme venir, tan bien acompañado, a disfrutar de este viaje de amor a la tierra donde todo lo que me es valioso comenzó, en un Puerto de Palos de Moguer un 12 de octubre de 1492.