viernes, 26 de abril de 2013

MEDIO SIGLO


Hoy el calendario me trae ineludiblemente a una cita en la cual me toca hacer a la vez el papel de invitado y anfitrión. Sin la posibilidad de negarme, llego a este compromiso de la mano de Cronos, ese irreductible dios griego que nos impone su voluntad.

Confieso que estas cinco décadas me han servido para ir dejando atrás muchos de los temores que sentía en relación con la edad. Al final, he aprendido que alcanzar estos hitos nos brinda la oportunidad de poner nuestra vida en perspectiva y de entender que nada reemplaza a la experiencia que vamos acumulando como fuente insustituible de aprendizaje y educación. 

Vivir cinco décadas me enfrenta a asumir la realidad, un poco inquietante, de haber superado mucho más de la mitad de mi vida, de comprender que cada vez me acerco a la puerta de salida y que cuando miro hacia atrás puedo observar un camino mucho más largo que el que tengo hacia el frente y que me conduce a mi puerto de llegada, a mi Itaca.

Pero también vivir cinco décadas me ha servido para comprender que hay valores sin los cuales la vida no vale la pena, en cuya ausencia deja de ser vida y se transforma en simple pasar, en sencillo transcurrir. Y hoy comprendo, con absoluta convicción, que uno de esos valores, el más fundamental, el más valioso, es la libertad y que ella no consiste en la mera ausencia de restricciones físicas, sino también en la superación de las restricciones intelectuales, espirituales. Cinco décadas me han enseñado a convencerme de que la verdadera libertad la obtenemos cuando liberamos nuestra mente de la ignorancia, del fanatismo y de la superstición, que no son más que las más acabadas expresiones de la peor esclavitud. Y de hombres como Mandela y Ghandi, aprendí que hay momentos en que pueden poner cadenas a nuestro cuerpo o encerrarnos en un pequeño espacio, pero que aún en esa circunstancia podemos seguir siendo libres. 

Y estas cinco décadas me han servido para comprender que la educación es el verdadero camino a la liberación y la libertad. Es esa convicción la que me anima a tratar de aprender algo cada día, a buscar en los libros y la lectura la manera de perfeccionar la libertad de mi espíritu, aún estando consciente de que siempre habrá más dudas que certezas, más preguntas que respuestas.

También estas cinco décadas me han servido para ayudarme a develar el más grande secreto de la vida: que solo encontramos su sentido cuando entendemos el valor real del amor. Y no me refiero a ese amor lúdico, sensual y sensorial que coloreado de brillantes luces nos retrata Hollywood, sino del amor verdadero, del real, de ese que encontramos en la mirada serena de la mujer que nos ama durante muchos años, del amor que brilla refulgente en la risa alegre de nuestros hijos, del amor que se desborda en el abrazo estrecho de nuestros padres o en el compartir con nuestros hermanos y del amor que nos rodea por todas partes y que se hace realidad en nuestros vecinos, en los seres humanos que nos rodean y a los cuales el Maestro Jesús se refería con tanto acierto con el término cercano de prójimos.

Y ha sido en estas cinco décadas en las que he podido aproximarme a entender que la felicidad existe, pero no se llega a ella por caminos fáciles y bien pavimentados, sino que ella solo se nos rinde después de múltiples fatigas, de buscarla afanosamente atravesando caminos llenos de peligros y tentaciones, bordeando oscuros y hondos precipicios.

Hoy, que transcurren estas cinco décadas que me hacen mirar en retrospectiva y poner en la balanza el resultado de mis acciones, no puedo dejar de reconocer que lo que soy hoy resultó profunda e irreversiblemente marcado por el más maravilloso de mis cumpleaños. Quizás todos tenemos un cumpleaños que resultó el más especial de nuestras vidas. En mi caso, hace 38 años viví el que para mí fue, sin duda alguna, el más maravilloso.

Cuando cumplí mi primera docena de años, mi padre y mi madre me obsequiaron el que aún hoy considero el más maravilloso y mágico de los obsequios de cumpleaños que he recibido: una enorme caja llena de libros que poco a poco, con verdadero placer, fui leyendo a lo largo de varios años. En esa caja mágica fui encontrando recopilaciones de cuentos, leyendas e historias del antiguo Egipto, de la antigua Persia, de Babilonia. Encontré en la caja mágica biografías de héroes como Alejandro Magno, de exploradores famosos, de científicos a cuyos descubrimientos y esfuerzos debemos nuestro tiempo de modernidad y confort. Había en la caja mágica, una colección completa de las obras de Julio Verne que leí con avidez, disfrutando enormemente de la visión adelantada de ese genio francés que supo entender que en el destino de la humanidad estaban igualmente atados la llegada a la luna, a las profundidades del océano, a las fuentes del Nilo y al centro de la tierra. En la caja mágica encontré la entrada a la cabaña del Tío Tom y con ella aprendí a repudiar para siempre a la esclavitud y a la injusticia. En la caja mágica encontré la delicada historia de Mujercitas y disfruté, de la misma autora aunque quizás menos conocida, la historia de Hombrecitos y del valor inmenso de la educación y el consiguiente respeto que debemos a aquellos que dedican su vida a esa hermosa tarea de formar, partiendo del niño, a los hombres buenos.

No faltaban en la caja mágica Tom Sawyer y Huckleberry Finn, esos inquietos y maravillosos personajes de Twain cuyas aventuras me emocionaron y marcaron profundamente. También en la caja mágica me conseguí con Sandokan, con Yanez y con todos esos héroes de Salgari, que me enseñaron que ser héroe verdadero no tiene tanto que ver con la valentía, la audacia o la aptitud física, sino fundamentalmente con la persistencia y la perseverancia aún en las dificultades más enormes.

Encontré en la caja mágica, los libros de Andrés Eloy, a quien desde entonces hice mi poeta favorito y de cuyas palabras aprendí que de nada sirve liberarnos de los grillos y cadenas de la mente si no asumimos el compromiso de convertirnos en liberadores para otros, que no tiene objeto alguno llenarnos de luz si no comprendemos que es mejor ir alumbrando a otros y que es preferible vivir brutos pero amados del mundo antes que ser sabios solitarios. Y en la caja mágica encontré, como verdadera joya, un pequeño libro de poemas de Whitman, a quien todavía leo cada vez que puedo, porque en él aprendí a comprender el valor inmenso de las cosas pequeñas y sencillas. 

En fin, para no hacer excesivamente largo el cuento, ahí en la caja mágica encontré libros de Tolstoy, Dostoievsky y Chéjov a través de los cuales conocí las múltiples caras de Rusia; de Victor Hugo, Dumas y Flaubert, que me permitieron vivir lo mejor de Francia; de Sir Walter Scott y Conan Doyle que me transportaron a la Inglaterra de sus épocas; a Cervantes y su Quijote, que me ayudaron a manterme hasta hoy plenamente orgulloso de mi raiz española; a García Marquez, Asturias, Borges, Vargas Llosa, Cortázar, Neruda, Mistral, Sarmiento y muchos otros que me ayudaron a comprender a la América donde nací; de Gallegos, Uslar Pietri y Otero Silva que me llevaron a tratar de entender mejor a mi Venezuela y de una sucesión infinita de autores que no menciono no porque no signifiquen nada, sino solo para no agotar la paciencia de quienes me leen. Y como detalles que no escaparon a mi atención, encontré en la caja mágica dos libros que quizás parezcan fuera de contexto: un manual para jugar al fútbol, deporte del cual desde entonces y para siempre he sido siempre aficionado, y un pequeño manual de ajedrez, con los cuales entendí el mensaje expresado en aquel refrán griego relativo a la importancia de mantener una mente sana en un cuerpo sano.

Y esa caja mágica ha sido mi regalo más maravilloso, más extraordinario, más especial, porque en su cuidada selección, supe entender que mi padre y mi madre colocaron no solo todo su amor, sino su deseo de que ahí yo, que era solo un niño, encontrara al hombre que debía ser, al que ellos esperaban y con el que deseaban hacer su aporte para un mundo mejor.

Y hoy estoy aquí, 38 años después y con cinco décadas de vida, esperando no haber decepcionado a Meña y José, mis amados padres, a quienes no puedo agradecer suficientemente por todos los maravillosos obsequios que recibí de ellos, por su caja mágica, por el mágico regalo de la vida, por el mágico regalo de su inmenso amor.


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