domingo, 31 de octubre de 2010

CRONICAS IBERICAS: Valencia II

La aventura ibérica me ha permitido percatarme de una circunstancia por demás feliz: cualquier población española, por más pequeña que la veamos o por más insignificante que la creamos, cuenta con un tesoro histórico y cultural. Si eso ocurre en cualquier pequeño pueblo (y sobre eso volveré mas tarde en esta crónica), imaginen ustedes las posibilidades inmensas con que cuentan las ciudades.
Valencia no escapa a esa realidad. Y ello no puede ser de otra manera, si consideramos que estamos hablando de una ciudad cuya fundación es obra directa de los romanos, quienes le dieron su nombre de Valentia Edetanorum (Valor en la tierra de los Edetanos) en 138 A.C. durante el Consulado de Décimo Junio Bruto. Dos mil colonos dieron vida a esta hermosa ciudad, una de las más importantes de España en la actualidad, establecida de acuerdo a la concepción clásica romana: ubicada en un lugar estratégico cerca del mar, una isla fluvial por donde pasaba la Via Augusta, que comunicaba Bética (la actual Andalucía) con Roma. El núcleo principal estaba en el entorno de la actual Plaza de la Virgen y la catedral. Allí se encontraba el foro y el cruce de las dos calles principales. Resulta notable la circunstancia de que en el año 75 A.C., la ciudad fue destruida, como resultado de la guerra entre Pompeyo y Sertorio, permaneciendo abandonada durante 50 años, siendo luego reconstruida posteriormente. Para la caída del imperio, fue ocupada por los visigodos, pasando a formar parte de varios reinos.
Para el 711, la ciudad es conquistada por los árabes, pero no se cuentan con datos claros acerca de la ciudad durante dicho período. Lo cierto es que su nombre se transformó en Medina Al-Turab (Ciudad de la Arena) en referencia a su posición cercana al río Turia. Valencia, como muchas ciudades españolas, fue también, durante el periodo islámico, reino de Taifa, una modalidad de gobierno establecido como consecuencia de las crisis políticas del  mundo islámico peninsular y que reflejaba la profunda división existente entre los invasores (Taifa significa bando o facción) y producto de la organización social musulmana basada en Clanes. Al ser elevada a reino de Taifa, cambia nuevamente su denominación y es conocida como Balansiya, dotándosele además de la construcción de una muralla que la encerraba y protegía completamente y de la cual se conservan solo unos pocos vestigios a los cuales no me fue posible acercarme por encontrarse protegidos y sometidos a un proceso de restauración.
Hacia finales del siglo XI, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, logra tomar la ciudad y conservarla en manos cristianas durante un periodo de aproximadamente 8 años, luego del cual retomada por los musulmanes hasta que en 1238 es reconquistada por el Rey Jaime II, quien contó para ello con la colaboración directa de la Orden de Calatrava. Para el momento de la capitulación musulmana, Valencia tenía una población de 120.000 musulmanes, 65.000 cristianos y 2.000 judíos que, gracias a los pactos adoptados, pudo mayoritariamente seguir en sus tierras.
Como quiera que la idea de esta crónica no sea aburrir a mis lectores con una profusa data histórica, dejo hasta esta reseña fundacional el recuento histórico. Baste con decir, y perdonen el brusco salto cronológico, que para la actualidad, Valencia es el tercer municipio mas grande de España y además la tercera Area Metropolitana española, superada solo por Madrid y Barcelona.
Después de mi primera aproximación nocturna, el mismo día de mi arribo, acompañado de mi compañero constante, mi guía, mi tío Luis, y cámara en mano, salí a hacer mi primera incursión valenciana. Una visita tempranera al área del puerto, me trae en primer lugar a un sitio que deseaba visitar: la playa de la Malvarosa, la cual recorremos durante algunos minutos. La encuentro casi vacía, con escasa afluencia de personas. Ya el verano se ha ido y la multitud vacacionista ha tornado a sus hogares y además los primeros fríos del otoño han bajado la temperatura de sus aguas. Sin embargo, basta esta visita para traer a mi mente muchos de los textos de la novela de Vincent o el recuerdo de algunas secuencias memorables de la producción fílmica.






Finalizada la visita, vamos en busca de un lugar que nos ayude a cobrar fuerzas y además a ponerme en contacto con un producto típico de toda España pero particularmente apreciado por los valencianos: la horchata. Para ello, marchamos a Alboraia, a una de las horchaterías mas emblemáticas: la Horchatería de Daniel. La horchata es una bebida elaborada a partir de la chufa, una especie de tubérculo avellanado de particular forma, procedente de las raíces de la juncia avellanada, mezclada con agua y azúcar. La encontré realmente deliciosa y por supuesto, la tomé debidamente acompañada de un par (o fueron 3, o 4, mejor no hago memoria) de fartons, pequeños panecillos dulces cuyo nombre resulta particularmente acertado (en Valencian, idioma que comparte similitudes con el Catalán, farton viene a significar algo así como hartón).




Puedo decir que de ahí en adelante y en repetidas oportunidades de mis recorridos por las calles valencianas, la horchata y los fartones (por favor no me pregunten cuantos) me sirvieron de apoyo, de bocadillo sabroso, para reponer fuerzas y a mi regreso a Venezuela, llevo en mi maleta un paquete de chufas que me permitan recrear, al menos por un tiempo, el delicioso gusto de esta bebida española por excelencia, sobre la cual corre una fábula acerca de su nombre que me fuera relatada en primer lugar por mi prima Juana y luego por otras personas y vendedores. La historia fabulada cuenta que, al momento de probar la bebida, el Rey Jaime II interrogó a la joven que se la sirviera con que había sido hecha, a lo que la joven tratara de explicarle que su elaboración partía de la leche de chufas. Cortando la explicación, el Rey le dijo: “esto no es leche de nada, ¡esto es oro, chata! (en valencian Açò no és llet, açò és OR, XATA!") lo que trajo, en este origen mítico, el juego de palabras que concluyó en Horchata.
Debo confesar que al igual que la horchata, Valencia me resultó grata, atrayente, sabrosa, cautivadora. La particular condición de su clima mediterráneo, sumada a unos modos amables, cordiales y educados de sus habitantes, a un particular ritmo de vida, captó mi atención. Buen provinciano venezolano, las capitales y urbes grandes me resultan abrumadoras por momentos y aunque puedo disfrutar del ritmo acelerado de las grandes ciudades y del particular modo de vida de las capitales, prefiero estas ciudades del interior, cuyos modos de vida, costumbres y tradiciones se asimilan más a mi propio ritmo interior. Durante mi estadía, durante muchos días me dediqué a recorrer las calles valencianas, a gozar de la belleza y particularidades de su hermoso casco histórico. Durante esas largas caminatas de horas y horas, me he hecho la promesa de volver a esta hermosa ciudad que ha logrado atraer toda mi atención y un sitio en mi corazón.
Después de la experiencia de la Malvarosa y del amor a primera vista con la horchata, dirigimos nuestros pasos y nuestra atención a visitar el Mercado de Valencia. Tal vez algunos de mis lectores esbocen en su cara una sonrisa y se dirán ¿a quien se le ocurre visitar, como primer sitio de una ciudad, un mercado? Pues, para ser sincero, siempre he tenido el criterio de que son los mercados los que constituyen el corazón de una ciudad, los sitios que sirven de reflejo instantáneo de la vida de sus habitantes. Por eso pido a Luis dirigir el rumbo del coche hacia el Mercado de Valencia. Y a esos lectores que sonríen, les digo que lo primero que hay que destacar del Mercado de Valencia, es la propia edificación que lo acoge.
Se trata de un edificio modernista cuya construcción arrancó en 1914,  que combina metal, cúpulas, vidrio y columnas con la remembranza gótica característica del modernismo. Me resultó particularmente grato estar ahí. La escrupulosa limpieza de todas las áreas, la profusión de visitantes, vendedores, compradores, turistas, empleados, la variedad de productos exhibidos, muchos de ellos de excelente calidad, la educada, cortés y alegre atención prestada en todos los puestos, hicieron de esta experiencia un momento realmente digno de recordar.







Adicionalmente, esta visita me permitió observar como muchos de nuestros productos, que consideramos típicamente nuestros o decididamente tropicales y que tal vez creíamos difíciles de obtener, son profusamente exhibidos en distintos puestos del Mercado: plátanos, batatas, ñames, ajices, harinas, caraotas, frijoles, granos, frutas tropicales y un sinfín de productos típicos de nuestra dieta venezolana, se encuentran sin ningún tipo de problema en el mercado de Valencia, al punto de que puedo decir, con toda responsabilidad, que no hay plato venezolano que no pueda ser elaborado aquí, incluyendo nuestra sabrosa, tradicional y multisápida hallaca.
Al salir del mercado, justo en frente, entramos a la Lonja de la Seda. Construida entre 1482 y 1533, esta edificación se destinó desde un principio al comercio de la seda y desde entonces ha venido desempeñando funciones mercantiles. Durante el siglo XV, Valencia conoció lo que posteriormente fue dado en llamar el “Siglo de Oro Valenciano”, en el cual la ciudad disfrutó de un enorme desarrollo comercial y económico y de una poderosa influencia política y cultural, por lo cual comerciantes de todo el mundo acudían en gran número a hacer negocios en Valencia. La Lonja viene a servir de sede, de espacio, de lugar que sirviera de asiento físico a ese intenso tráfico comercial. Se trata de un edificio de estilo gótico, similar a una fortaleza medieval,  que ocupa una superficie aproximada de dos mil metros cuadrados, para cuya construcción, sufragada por la ciudad, se adquirieron y derribaron 25 casas de la época.








La otra edificación digna de mención, situada en esta misma área del mercado, la constituye la Iglesia de los Santos Juanes, construida a partir de una ermita erigida en el mismo sitio donde se encontraba ubicada la mezquita musulmana y cuya construcción se remonta al año 1240.
Acerca de esta edificación, me recuerda Luis, guía y tutor de la primera excursión, como en una de las obras de Vicente Blasco Ibañez se relata lo que constituía una de las mas estremecedoras realidades de la Valencia sacudida por la desolación y la pobreza que afligió a España en un período de su historia: muchos padres, sumidos en una pobreza espantosa, llevaban a sus pequeños hijos al frente de este templo y los animaban a observar la figura de la cigüeña que adorna la cúpula de una de las torres de la iglesia, diciéndoles que observaran atentamente como ponía un huevo, tras lo cual dejaban al niño abandonado, confiados en que alguna persona caritativa o de buenos sentimientos, lo recogiera y adoptara, salvándolo así del hambre y las visicitudes. Ni que decir que el recuerdo de tal relato me impresionó vivamente y me hizo retirarme de allí con el corazón transido. Solo pude atinar a pensar en el inmenso dolor y la profunda angustia de esos padres, obligados a dejar al fruto de su carne a merced de la caridad ajena.








Concluyó así lo que fue el primer día de excursión valenciana. En los posteriores días, dediqué enorme cantidad de horas a recorrer las calles de Valencia, su centro histórico, algunas de sus edificaciones más emblemáticas. Mas sin embargo, dejemos hasta aquí este capítulo de la crónica, extenderme más,  tal vez sería abusar de la bondad y la paciencia de mis lectores.

sábado, 30 de octubre de 2010

CRONICAS IBERICAS: VALENCIA (I)

Yo me hundí hasta los hombros en el mar de Occidente,
yo me hundí hasta los hombros en el mar de Colón,
frente al Sol las pupilas, contra el viento la frente
y en la arena sin mancha sepultado el talón.
Trajo hasta mí la brisa su cascabel de plata,
me acribilló los nervios la descarga solar,
mis pulmones cobraron un aliento pirata
y corrió por mis venas toda el agua del mar.

(…)

Por Gerona sin Francia, por Numancia sin Roma,
por Galicia emigrante, por Valencia huertana;
por la que se sonroja cuando asoma
el estilete de Villamediana;
Andrés Eloy Blanco. Canto a España.


Viajar de Madrid a Valencia es un paseo. Y no lo digo en símil, ni en metáfora. Es realidad, literalidad. Es un paseo grato al lado de Luis y María, que con sus atenciones, su conversación agradable, su cariño, llenan de felicidad las horas de viaje. Es un paseo grato por la belleza de los paisajes que nos regala España, mientras atravesamos Castilla La Mancha, en vía a la costa mediterránea en la que se asienta Valencia. Y es un paseo agradable de tres horas y media de duración, porque la red de autopistas construida en España durante los últimos años, nos permite viajar cómodamente, sin sobresaltos y sin riesgos. Además, es un viaje que nos permite hacer un par de paradas en sitios acogedores, en los cuales hemos podido disfrutar de una cerveza, de una rica tapa de tortilla y comprar buenos embutidos y un excelente queso manchego.




Mientras viajamos, casi me dejo llevar por la ilusión de un caballero andante sobre precaria montura, seguido de su rechoncho escudero. El genial personaje cervantino viene a mi mente una y otra vez, hasta casi estar seguro de verlo transitar por los campos de color ocre, dorados por el sol, secos por el verano recién finalizado. Solo que la realidad de esta España moderna, que se afana a brazo partido en un proceso de modernización y transformación de su realidad para insertarse orgullosa entre las primeras naciones del mundo, es ahora otra. Ya el triste caballero de alargada y delgada figura no embestiría molinos de viento en estas tierras, sino otro tipo de molinos muy diferentes. Y es que durante varias etapas del camino he podido ver multitud de aspas que me hacen recordar a los molinos, pero de factura, estampa, diseño y finalidad muy diferentes. Se trata de molinos eléctricos, instalados masivamente y destinados a proveer una fuente de energía limpia que lleve electricidad y confort a los hogares españoles, en un país donde el costo del combustible tradicional me corta el aliento, venezolano al fin y mal acostumbrado a vivir en un país donde llenar el tanque de gasolina tiene un costo menor a tomarme una coca cola. Observándolos a lo largo de la autovía, no dejo de imaginarme al Quijote eterno, picando con las espuelas al pobre Rocinante, lanzándose al galope y lanza en ristre, en contra de estos nuevos molinos.




Todo tipo de emociones me embargan durante el viaje, ávido como estoy de ver por vez primera el mediterráneo, lleno de ganas de sentir en mis pies el calor de la arena de sus playas y de mojar mis pies en sus aguas. Y más aún, lleno de curiosidad por conocer Valencia, Reino de Rodrigo Díaz de Vivar, Cid Campeador que llenó, en su momento, mi mente infantil con su faceta de héroe infinito. De esa Valencia cuna de Vicente Blasco Ibáñez, retratada vívidamente en muchas de sus obras y que también Manuel Vincent me hizo conocer en las descripciones contenidas en su Novela “Tranvía a la Malvarosa”, posteriormente llevada al cine por  Jose Luis García Sánchez y protagonizada por Liberto Rabal, Ariadna Gil, Fernando Fernan-Gómez y Antonio Resines. Un film que me encantó, cuando tuve el placer de verlo y que junto a la novela leída muchos años antes, sirvieron para hacerme una idea acerca del significado del tránsito de la pubertad a la adultez en la España férreamente conducida por Franco.

Al arribar a ella, me encuentro cara a cara con una ciudad de atrayente arquitectura, mezcla de diferentes estilos. Inmediatamente me llamó la atención el contraste producido por la mixtura de antigüedad y modernidad, que luego he venido a entender como típica de casi toda España. Pasamos rápidamente por amplias avenidas, hermosamente adornadas y llenas de jardinerías y detalles destinados a hacer grato el tránsito de peatones y vehículos y concebidas para el disfrute y esparcimiento pleno del ciudadano. Mientras circulamos por ellas y Luis va relatándome datos y detalles de los sitios que atravesamos, voy tomando nota mental del estilo y arquitectura de los edificios, de las fuentes, de la multitud, de las palmeras datileras y comienzo a dejarme conquistar por la luz, el color y los sonidos de Valencia.





En camino a El Puig, pequeña población situada a apenas 20 kilómetros de Valencia y donde me estableceré durante mi estancia, Luis, mi guía especial, me llama la atención sobre los nombres de las poblaciones que vamos atravesando: Massalfasar, Alboraia, remembranzas vivas de la época en que los árabes impusieron su dominación en Valencia y trajeron a ella sus conocimientos sobre agricultura que permitieron desarrollar luego los sistemas de regadío que sirvieron para establecer el cultivo de la naranja y el establecimiento de lo que hoy vemos todavía reflejado en la huerta valenciana.

Luego, la cinta de asfalto de la autovía se abre en una de sus curvas y ¡ahí está!, el azul inmenso y límpido del mediterráneo, el Mare Nostrum, en cuyas costas floreció la civilización occidental, con sus aguas que me hacen inmediatamente imaginarlas surcadas por el Argos de Jasón, en busca del Vellocino, o las velas de un antiguo barco fenicio afanado en ampliar su comercio, o la figura poderosa, pero grácil y maniobrable de los quinquerremes romanos cruzando el horizonte y consolidando su fama como el navío de guerra más poderoso de la antigüedad.




Finalmente, un desvío en la autovía nos deja en El Puig y la cinta de asfalto nos deposita en el hogar de Luis y María, que con su inmenso cariño, convierten inmediatamente en el mío. Aquí nos espera, una vez mas, la emoción de reencontrarnos con las primas largamente extrañadas. Tamara nos recibe con un delicioso almuerzo, ha adornado la mesa y la ocasión con una sabrosa crema de calabaza que me deleita por su sabrosura y por la dulzura natural de la calabaza valenciana, toque que la distingue de mi conocida “auyama” venezolana. Luego unos solomillos de cerdo en salsa de naranja acompañados con unas patatas (papas) salteadas con ajo y perejil. ¡Que sabrosa es la comida preparada con el amor de la familia! No olvidaré jamás ese regalo culinario brindado por mi prima, que no solo fue obsequio grato de cariño, sino evidencia palpable de una habilidad particular en el arte gastronómico.

Más tarde, al anochecer, Luis me acompaña en mi primera visita y aproximación a la ciudad de Valencia. En la Plaza de la Reina, nos encontramos con la primogénita de Luis y María, Juana, mi Juanita que aún convertida en joven mujer y madura profesional, sigue siendo para mi la pequeña bebé que, siendo yo aún niño, vino como obsequio a mi vida y me hacía salir apresurado del liceo a la casa de nuestra abuela Juana, para tomarla en brazos y jugar con ella. Juntos, los tres, hicimos mi primer paseo por la zona emblemática de Valencia. Un paseo que me llevó al frente de su catedral y por las calles más históricas del centro valenciano. Un paseo que permanecerá por siempre en mi mente y en mi corazón.