sábado, 30 de octubre de 2010

CRONICAS IBERICAS: VALENCIA (I)

Yo me hundí hasta los hombros en el mar de Occidente,
yo me hundí hasta los hombros en el mar de Colón,
frente al Sol las pupilas, contra el viento la frente
y en la arena sin mancha sepultado el talón.
Trajo hasta mí la brisa su cascabel de plata,
me acribilló los nervios la descarga solar,
mis pulmones cobraron un aliento pirata
y corrió por mis venas toda el agua del mar.

(…)

Por Gerona sin Francia, por Numancia sin Roma,
por Galicia emigrante, por Valencia huertana;
por la que se sonroja cuando asoma
el estilete de Villamediana;
Andrés Eloy Blanco. Canto a España.


Viajar de Madrid a Valencia es un paseo. Y no lo digo en símil, ni en metáfora. Es realidad, literalidad. Es un paseo grato al lado de Luis y María, que con sus atenciones, su conversación agradable, su cariño, llenan de felicidad las horas de viaje. Es un paseo grato por la belleza de los paisajes que nos regala España, mientras atravesamos Castilla La Mancha, en vía a la costa mediterránea en la que se asienta Valencia. Y es un paseo agradable de tres horas y media de duración, porque la red de autopistas construida en España durante los últimos años, nos permite viajar cómodamente, sin sobresaltos y sin riesgos. Además, es un viaje que nos permite hacer un par de paradas en sitios acogedores, en los cuales hemos podido disfrutar de una cerveza, de una rica tapa de tortilla y comprar buenos embutidos y un excelente queso manchego.




Mientras viajamos, casi me dejo llevar por la ilusión de un caballero andante sobre precaria montura, seguido de su rechoncho escudero. El genial personaje cervantino viene a mi mente una y otra vez, hasta casi estar seguro de verlo transitar por los campos de color ocre, dorados por el sol, secos por el verano recién finalizado. Solo que la realidad de esta España moderna, que se afana a brazo partido en un proceso de modernización y transformación de su realidad para insertarse orgullosa entre las primeras naciones del mundo, es ahora otra. Ya el triste caballero de alargada y delgada figura no embestiría molinos de viento en estas tierras, sino otro tipo de molinos muy diferentes. Y es que durante varias etapas del camino he podido ver multitud de aspas que me hacen recordar a los molinos, pero de factura, estampa, diseño y finalidad muy diferentes. Se trata de molinos eléctricos, instalados masivamente y destinados a proveer una fuente de energía limpia que lleve electricidad y confort a los hogares españoles, en un país donde el costo del combustible tradicional me corta el aliento, venezolano al fin y mal acostumbrado a vivir en un país donde llenar el tanque de gasolina tiene un costo menor a tomarme una coca cola. Observándolos a lo largo de la autovía, no dejo de imaginarme al Quijote eterno, picando con las espuelas al pobre Rocinante, lanzándose al galope y lanza en ristre, en contra de estos nuevos molinos.




Todo tipo de emociones me embargan durante el viaje, ávido como estoy de ver por vez primera el mediterráneo, lleno de ganas de sentir en mis pies el calor de la arena de sus playas y de mojar mis pies en sus aguas. Y más aún, lleno de curiosidad por conocer Valencia, Reino de Rodrigo Díaz de Vivar, Cid Campeador que llenó, en su momento, mi mente infantil con su faceta de héroe infinito. De esa Valencia cuna de Vicente Blasco Ibáñez, retratada vívidamente en muchas de sus obras y que también Manuel Vincent me hizo conocer en las descripciones contenidas en su Novela “Tranvía a la Malvarosa”, posteriormente llevada al cine por  Jose Luis García Sánchez y protagonizada por Liberto Rabal, Ariadna Gil, Fernando Fernan-Gómez y Antonio Resines. Un film que me encantó, cuando tuve el placer de verlo y que junto a la novela leída muchos años antes, sirvieron para hacerme una idea acerca del significado del tránsito de la pubertad a la adultez en la España férreamente conducida por Franco.

Al arribar a ella, me encuentro cara a cara con una ciudad de atrayente arquitectura, mezcla de diferentes estilos. Inmediatamente me llamó la atención el contraste producido por la mixtura de antigüedad y modernidad, que luego he venido a entender como típica de casi toda España. Pasamos rápidamente por amplias avenidas, hermosamente adornadas y llenas de jardinerías y detalles destinados a hacer grato el tránsito de peatones y vehículos y concebidas para el disfrute y esparcimiento pleno del ciudadano. Mientras circulamos por ellas y Luis va relatándome datos y detalles de los sitios que atravesamos, voy tomando nota mental del estilo y arquitectura de los edificios, de las fuentes, de la multitud, de las palmeras datileras y comienzo a dejarme conquistar por la luz, el color y los sonidos de Valencia.





En camino a El Puig, pequeña población situada a apenas 20 kilómetros de Valencia y donde me estableceré durante mi estancia, Luis, mi guía especial, me llama la atención sobre los nombres de las poblaciones que vamos atravesando: Massalfasar, Alboraia, remembranzas vivas de la época en que los árabes impusieron su dominación en Valencia y trajeron a ella sus conocimientos sobre agricultura que permitieron desarrollar luego los sistemas de regadío que sirvieron para establecer el cultivo de la naranja y el establecimiento de lo que hoy vemos todavía reflejado en la huerta valenciana.

Luego, la cinta de asfalto de la autovía se abre en una de sus curvas y ¡ahí está!, el azul inmenso y límpido del mediterráneo, el Mare Nostrum, en cuyas costas floreció la civilización occidental, con sus aguas que me hacen inmediatamente imaginarlas surcadas por el Argos de Jasón, en busca del Vellocino, o las velas de un antiguo barco fenicio afanado en ampliar su comercio, o la figura poderosa, pero grácil y maniobrable de los quinquerremes romanos cruzando el horizonte y consolidando su fama como el navío de guerra más poderoso de la antigüedad.




Finalmente, un desvío en la autovía nos deja en El Puig y la cinta de asfalto nos deposita en el hogar de Luis y María, que con su inmenso cariño, convierten inmediatamente en el mío. Aquí nos espera, una vez mas, la emoción de reencontrarnos con las primas largamente extrañadas. Tamara nos recibe con un delicioso almuerzo, ha adornado la mesa y la ocasión con una sabrosa crema de calabaza que me deleita por su sabrosura y por la dulzura natural de la calabaza valenciana, toque que la distingue de mi conocida “auyama” venezolana. Luego unos solomillos de cerdo en salsa de naranja acompañados con unas patatas (papas) salteadas con ajo y perejil. ¡Que sabrosa es la comida preparada con el amor de la familia! No olvidaré jamás ese regalo culinario brindado por mi prima, que no solo fue obsequio grato de cariño, sino evidencia palpable de una habilidad particular en el arte gastronómico.

Más tarde, al anochecer, Luis me acompaña en mi primera visita y aproximación a la ciudad de Valencia. En la Plaza de la Reina, nos encontramos con la primogénita de Luis y María, Juana, mi Juanita que aún convertida en joven mujer y madura profesional, sigue siendo para mi la pequeña bebé que, siendo yo aún niño, vino como obsequio a mi vida y me hacía salir apresurado del liceo a la casa de nuestra abuela Juana, para tomarla en brazos y jugar con ella. Juntos, los tres, hicimos mi primer paseo por la zona emblemática de Valencia. Un paseo que me llevó al frente de su catedral y por las calles más históricas del centro valenciano. Un paseo que permanecerá por siempre en mi mente y en mi corazón.








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